LA CARRETERA HACIA EL LAGO

Flotar, flotar y nunca alcanzar el final
Jugar a ser cierto y sentirte perdido
Morir en un recuerdo y gritar por auxilio.

 El camino se le estaba haciendo demasiado largo, la línea discontinua de la carretera parecía no acabar nunca en el entramado de cruces que ante ella se extendía. Miró el reloj digital que tenía el coche justo debajo del cuentakilómetros, eran las dos d ela madrugada en el campo ya no habría nadie despierto. De un momento a otro saldría de la ciudad y las mayor parte del camino estaría hecho. Aúno le parecía increíble que recordara la cara de pánfilo con la que la había esperado en el altar Roberto hacía ya veinte largos años.



Detuvo por enésima vez el coche ante un semáforo, justo al lado de un concesionario. Si no hubiese estado tan nerviosa se hubiera reído al ver como su destartalado Fiat, parecía estar saliendo, como nuevo, de la misma tienda donde lo compraron, fue sin duda uno de los mejores regalos de su funesta boda. Sin embargo, lo que la hacía realmente gracia es que para un día que cogía el coche y tenía una necesidad imperiosa de correr,  los semáforos se habían aliado en su contra.  Tocó con un dedo los dados grises de peluche que colgaban en el retrovisor, quería verlos moviéndose, aunque solo fuera un segundo, eso normalmente la relajaba.

El semáforo se puse verde, Adela miró por el retrovisor y continuó la marcha. Ya no habría ningún semáforo que la pudiera retener.  En unos minutos dejaría atrás la última fábrica del polígono y se internaría en la nacional.

Se preguntó cuántas veces había hecho ese recorrido con Roberto. Al principio cuando aún no habían tenido a Raúl, todos los fines de semana se iban juntos al lago, en verano se bañaban y en invierno quemaban troncos en la caseta que había. Después, con Raúl las cosas cambiaron. Ella pensó que se estaban haciendo viejos. Roberto, ese joven idealista que quería ser el abogado justo que siempre defiende al bueno, entró a trabajar en un buffet y tras numerosos casos se convenció de que en la vida no hay buenos y que la violencia por mucho que luches es la única solución.

Enfiló la nacional con tranquilidad, no podía permitirse que por un despiste la policía la detuviera. Ni siquiera tenía carnet, su vida, si a alguna sirena la detenía, seguramente volvería al mundo subterráneo en el que se había sumergido. Ese mundo que guardaba un molesto parecido con aquella carretera rodeada por la sombra de los fantasmagóricos pinos, que la luna proyectaba y gobernada por un universo negro salpicado por algún segmento de líneas blancas.

El reloj digital del coche parecía haberse parado. Las dos y cinco todavía, la quedaba media hora para llegar al lago y esos dos malditos puntitos que marcan los segundos en el reloj no querían parpadear más rápido. Era como cuando Roberto llegaba enfadado y defraudado del trabajo. El tiempo siempre jugaba en su contra, nunca un segundo había durado tanto como la primera vez que su marido la dio un guantazo.

Miró el horizonte, una pequeña rampa ahora y ninguna curva, la carretera era tan aburrida y la achacosa tos del anciano Fiat tan molesta. El ruido del viejo motor se cruzaba en sus pensamientos y la confundían más de lo que estaba. Miró un segundo a los asientos traseros. No esperaba ver a Raúl sentado en su sillita o un poquito más mayor jugando con un amigo de camino al colegio. Su hijo hacía un año se había marchado de casa y seguramente no le vería en mucho tiempo. Sin embargo, pensó que, a lo mejor, su hijo estaba allí aburrido preguntando insistentemente: “¿Queda mucho?” “¿Cuánto falta?”.

“Los recuerdos siempre nos atacan en los momentos más esenciales de la vida”. Adela recordó la voz de su padre, que en paz descanse, tranquilizándola el día de su boda e impidiendo su fuga al más puro estilo Julia Roberts. Ella quería a Roberto, llevaban tres años de novios, pero en aquel momento la inseguridad se asentó en su estómago y sus piernas corrieron antes de que su cerebro se diera cuenta de que estaba intentando huir de su boda. Irónico, a veces el instinto es más sabio que todos los poemas que la habían obligado a memorizar de chica en el colegio y que luego ella utilizó para engañarse durante veinte largos años. Hubo un tiempo incluso en el que llegó a pensar que Roberto la pegaba, porque la quería.

Era increíble, todavía no la había visto nadie. No se había cruzado ningún coche, ni había adelantado a ningún camión, ni siquiera vio a nadie en el pueblo que acababa de pasar. Todas las ventanas que había estaban apagadas. Ninguna pesadilla, ningún trasnochador. A lo mejor Roberto, por uno de esos azares que superan cualquier explicación lógica que se mantenga dentro de los márgenes de la naturaleza, volvía a impedir su fuga por tercera vez.

La primera vez, Roberto la sorprendió un día antes o, tal vez, simplemente la casualidad quiso que no se fuera. Aquel día, hace cinco largos años, antes de que hubiera ido al aeropuerto y hubiera tomado ese avión con destino: “Cualquier parte, pero lejos de ti cariño”, él llegó a casa exultante como hacía siglos que no le había visto. Era adorable, y recordó el día que le había conocido, dos horas después estaba deshaciendo la maleta.

La segunda vez no fue el ánimo de su marido lo que la retuvo, sino su desánimo; fue un par de años después,  justo cuando abrió la puerta con las maletas en la mano para marcharse su marido la encontró, llegaba de trabajar y en vez de darle la paliza que esperaba, entró en la casa silencioso, se sentó en su sillón verde, acostumbrado ya a su cuerpo y con las manos en la cara lloró. Esa reacción la hizo dudar y entonces supo que no podría dejarle. Esta vez, sin duda, si no la paraba ningún control de policía y descubría su carné caducado hace diez años, sería la última vez que lo intentaba. Ya lo dice el refrán, pensaba: “A la tercera va la vencida”.

Una nube se estrelló contra la luna del coche y se dispersó delante de los ojos de Adela. Debía haber habido una tormenta hacía poco y el calor de la carretera evaporaba el agua. Una luz se situó al fondo de su retrovisor. ¿La habrían visto? No podía ser posible. Había hecho un poco de ruido en las escaleras del piso cuando se le calló la maleta, pero ningún vecino salió a ver qué pasaba. Los de arriba, esa familia tan ruidosa, estaba de vacaciones; Matilde aquella vieja cotilla de enfrente, viendo la televisión con el volumen tan alto que seguramente no podría escuchar ni sus propios pensamientos. La bolsa en la que llevaba su mueble favorito y que tardó una hora para meterla en el maletero del coche podía haber resultado sospechosa, pero estaba segura de que nadie la había visto.

¿Se habría equivocado y todo el vecindario estaba observándola por la ventana mientras encendía las luces de su Fiat justo después de dar el contacto? Ahí estaba ese coche atrapado en su retrovisor y poco a poco se iba acercando. Quizá fuera alguien con intención de sobornarla o un detective de esos que su ingrato marido había contratado para vigilarla a lo largo de su matrimonio o, lo que sería peor, a lo mejor, era Roberto que desafiando, como ella temía, todas las leyes de la Naturaleza y la Lógica, la había seguido y otra vez con una extraña reacción impediría que firmara los papeles del divorcio o una de sus furtivas fugas.

Aceleró, ese coche no podía pillarla, nunca, no volvería jamás a ese piso maldito que tanto se asemejaba a una cárcel. Las líneas discontinuas de la carretera se juntaron ante sus ojos, el coche desapareció del retrovisor y Adela se tranquilizó. Menos mal que había reaccionado, pensó, pero, a la vez la embargó una fuerte sensación de duda. Había huido, eso la haría parecer culpable. Estaba claro que aquel coche había pensado que estaba huyendo de él. Tenía que volver, reducir la velocidad y dejar que aquel coche se la acercara. El lago ya estaba cerca, nadie sabía que se dirigía allí, nadie excepto su hermana que la esperaría allí según lo planeado. Por dejar que aquel coche se acercara un poco no pasaría nada, así que redujo la velocidad y a los pocos minutos en su retrovisor apareció, de nuevo, el coche.

No quedaba nada, el largo matrimonio de Adela agonizaba irreparablemente, si no estaba ya muerto, en el trayecto. Confirmando la única posibilidad que no previó el coche que la había estado siguiendo hacía unos segundos había adelantado al viejo Fiat y se había delatado como un vehículo más que a horas intempestivas recorría la carretera. Seis minutos después Adela cogía la única desviación que la conduciría a su destino, un camino no asfaltado pero en buenas condiciones que tras subir una pequeña colina la llevaría al lago.

Allí estaba la luz de la cabaña encendida. Adela acababa de coronar la colina y veía al otro lado del lago la cabaña y en el umbral de la puerta distinguía nítidamente la silueta de su hermana. Rodeo el lago en primera instancia y después, cuando llegó a su destino, rodeo la caseta y dejó el coche apuntando hacia el lago. Se bajo y saludó a su hermana.

 -¡Marisa!

-¡Adela! Por fin has llegado, venga vamos, me contarás por el camino, pero no tenemos tiempo que perder, he hablado con Raúl, no sabe nada, en Navidades vendrá antes a mi casa que a la tuya, así que allí le podrás explicar todo.

-Espera, aún tengo que hacer algo.

Adela, se agacho y cogió una piedra, volvió a su antiguo Fiat y le puso en marcha por última vez. Primera, segunda y dejó la piedra en el acelerador y saltó del coche que aún iba lento, por lo que no se hizo daño.

-¡Qué haces! – Gritó su hermana

Adela no contestó se había quedado tendida en el suelo viendo como su viejo coche y con él todo su matrimonio se hundía, había sacado la maleta y los recuerdos se arremolinaban en su mente. No eran buenos recuerdos, los gritos de Roberto, el primer bofetón, cuando empezó con los puñetazos, aquella vez que la pateó mientras ella lloraba en el suelo sin ni siquiera molestarse en proteger sus partes más débiles…
Cuando ya se hundían las ventanas del coche recordó su boda, la primera vez que entró en su casa, el nacimiento de Raúl, su décimo aniversario, la única vez que Roberto la llevó a comer a un restaurante caro. ¡Había tantos cubiertos y cada cual más raro!

De repente aquellas alegres imágenes se transformaron, del viejo Fiat no quedaba más que el techo flotando en la superficie del agua y en su mente su marido comía con el ansia que acostumbraba arqueando sádicamente las cejas con cada bocado, sonriendo feliz, pero con una expresión que solo el Joker de la serie de dibujos que veía Raúl se le hubiera parecido.

-Hay que irse Adela – Marisa sacudió el hombro de su hermana, estaba llorando, pero paró al instante y se secó las lágrimas en la  manga de su camisa beige con florecillas azules.

-Venga, vamos ¿Me ayudas a levantarme?

Marisa ayudó a su hermana, Adela se levantó metió la mano en su bolso, sacó un cuchillo embadurnado de sangre seca por el filo, limpió el mango con el faldón de su camisa para ocultar cualquier huella y lo tiró al lago. Roberto ya no la podía hacer daño, ni una mueca suya, ni un milagro de la naturaleza haría que su cuerpo escapara de la pesada bolsa, abriera el maletero del viejo Fiat, emergiera de las profundidades y se presentara en la puerta de su futura y desconocida casa exigiendo que volviera a su lado.