No Mires Hacia la Mesa

No se fijó, de hecho no quiso fijarse, intentó evitar que su mente supiera lo que había hecho. Sabía que mientras no mirase la pequeña mesa negra no pasaría nada. Si conseguía que sus sentidos obviaran los cojines del sofá aún hundidos, como si recordaran su cuerpo, la ventana de enfrente seguiría enseñando esos dos altos chopos siempre iluminados por el mismo sol. Si nadie se fijaba en las telas rasgadas y con restos de uñas, en el mismo sofá, la mesa del comedor seguiría igual de impoluta, resplandeciente entre las paredes blancas, la ventana y los chopos. Si la mesa negra de fría roca, entre el sofá, el sillón y la televisión, fuera transparente, aún podría ver en la pantalla de plasma como Forest Gump corría al frente de una multitud hasta el fin del Estado. Si girara la cabeza noventa grados hacía el lado contrario al que estaban la ventana, la mesa de comedor y los chopos, vería la cocina, tras una barra blanca, brillante como el primer día, como si nadie hubiera cocinado en ella desde que se construyó la casa, como si Marine no hubiera hecho ahí sus estupendos lomos de cerdo.

Se dirigió al baño con paso lento, como si el tiempo no corriera, incluso tuvo el descaro de lamerse una gota de sangre que aún quedaba en su labio y saborearla plácidamente. No estaba contento, pero sí satisfecho. No conseguía saber exactamente qué había hecho en la última hora, pero, aunque no quería, se lo suponía, aquel monstruoso espíritu le debía haber vuelto a controlar.

Vivía con él desde que el médico le dio los dos cachetes para que llorara el día de su nacimiento, pero apareció por primera vez, cinco años después la noche que le mordió ese perro. Perdía el conocimiento, de hecho nunca recordaba nada de lo que hacía. La primera vez, cuando mató aquel ciervo, se despertó con la sensación de haber tenido un extraño sueño, aunque pronto supo que no eran sueños. Tras su tercera posesión, en la que soñó que invadía un gallinero, amaneció con plumas en la boca. Cierta mañana, cuando ya se había habituado a sus inconscientes actuaciones nocturnas tras diez años, amaneció con un, hasta entonces, desconocido sabor dulce en el paladar. No recordaba haber soñado nada, sin embargo ese sabor le decía que había vuelto a ser poseído. No se lo contó a nadie y empezó a investigar sobre lo que había comido esa noche, aquel delicioso sabor no podía compararlo con ninguna comida que se hubiera posado en su paladar anteriormente.

Ahora camino del baño, con esa sonrisa de preocupación, mientras revivía su infancia, se preguntó cómo podía haber acabado así, allí, en una habitación donde solo había manchas de sangre que sus ojos eran incapaces de ver. Pensó que se lo merecía, que todo fue culpa del alcohol. Desde los doce años, para evitar ser poseído empezó a tomarlo y nunca lo dejó. Era la única cosa que podía conjugar sus dos mitades pacíficamente. Nunca ese demonio le poseyó ebrio, ese espíritu malvado se emborrachaba antes que él. Con un cubata, ya le notaba tambaleándose dentro de su pecho y a la tercera copa sentía en el corazón un ruido seco, como si en un centímetro cuadrado se hubiera caído todo el Universo. La siguiente hora, era la única que podía disfrutar solo. Se sentaba en las escaleras del Ayuntamiento con su botella de ron y miraba la Luna. “¿Cómo podía ser tan hermosa?”. Amaba a la luna, en su memoria siempre quedarían aquellas vacaciones en el lago cuando por la noche, desnudo, se zambullía en el reflejo de su amada y acariciaba cada uno de sus húmedos cráteres notando, disfrutando, su tacto en todo el cuerpo.

Inconscientemente había cerrado los ojos en su breve camino y no había visto la mesa. Los timbrazos mezclados con las voces de un vecino preocupado le devolvieron a su mundo. Había abierto la puerta en medio de un mar de dudas sin saber lo que se encontraría dentro. Como si temiese que el lavabo estuviera en lugar del váter y la ducha como bidel, pero no fue así. Todo estaba en su orden. Limpio, tan limpio que parecía que toda la habitación hubiera sido forrada con la perla que regaló a Marine hacía unas semanas por su trigésimo cumpleaños.

Se acercó al lavabo sigilosamente, como intentando que el vecino que estaba llamando a la puerta, no notase su presencia. Sabía que si no contestaba, llamaría a la policía y le arrestarían, pero alguien tenía que pararle, aunque aquel psiquiatra de pacotilla no creyese su historia. Abrió el grifo, las voces del vecino habían dejado sitio a un murmullo inentendible en el rellano. Metió las manos en el agua, estaban sucias, aunque tampoco se las había mirado. Desde que recobró la consciencia y vio su ropa manchada de sangre había estado evitando mirar, donde su subconsciente o como él prefería llamarlo, Bestia, le aconsejaba.

Al sacar las manos del agua, no se las secó con la toalla. Sabía que al igual que no podía dirigir su vista hacia la pequeña mesa del salón, no debía mirar los restos de coágulos, bolas de grasa y carne que impregnaban toda la tela. Así que se sacudió bruscamente las manos dejando que las gotas se resbalaran y cayeran de su piel. Buscó de nuevo el grifo y lo cerró. Se apoyó en el lavabo y miró fijamente el espejo hasta que su alma empezó de nuevo a vagar por un mundo lleno de preguntas.

Notó como una lágrima solitaria recorría su mejilla hasta quedarse atrapada en su densa barba. “¿En qué me he convertido?”. La culpa la tenía ese demonio alcohólico, si hubiera estado borracho, como acostumbraba a estarlo cuando conoció a Marine no hubiera pasado nada. Marine, su amor, la cosa en el mundo que más quería después de la Luna. “¿Dónde se había metido, ahora, cuando más la necesitaba?”

Marine era una chica recatada a los veinte años, tenía el pelo rizado y rubio, lo que la hacía destacar. Las envidiosas de sus amigas, por aquella época la llamaban “Ricitos de Oro”, como en el cuento, pero no la gustaba. La había conocido en las escaleras del Ayuntamiento, el único lugar posible donde él podría haber conocido a alguien en aquellos tiempos. Pegado a su botella de ron, su media sonrisa, sus ojos ensombrecidos, su barba sin rebajar, su pelo castaño, grasiento y erizado y su mirada perdida, como siempre, en la Luna.

Lo que más le gustaba a Marine de él fueron las miradas que dirigía a la Luna, el primer día que le vio rezó para que algún día la mirara a ella de la misma forma. Durante el primer mes que acompañó a ese hombre en su borrachera nocturna mirándole como él miraba la Luna, no se cruzaron la palabra más allá de la formulación y contestación de las tres típicas preguntas rutinarias: “¿Cómo te llamas?”, “¿Qué haces?” y “¿Qué tal?”.

Se llamaba Martin, acababa de empezar a trabajar en los tribunales tras aprobar unas oposiciones. En cuanto a la última pregunta, a pesar de que se la hacía todas las noches, nunca la respondió. De hecho, hasta que pasó un mes, Marine no pudo percibir el tono exacto de su voz hasta que una noche se dirigió a ella articulando más de dos palabras seguidas. “¿Sabes una cosa? Llevas acompañándome aquí tanto tiempo que te estoy cogiendo aprecio” Su voz, seria, como la de un actor de un western entró por las orejas de Marine como el poema más hermoso jamás escrito. Él no había abandonado su mundo en la Luna, pero a Marine le valieron esas palabras, estaba tan loca como ciegamente enamorada de ese hombre. Aquella misma noche, ella conoció sus labios y él, al morder su cuello, supo qué era ese sabor dulce que tanto le perturbó una mañana cuando se levantó hacía ya catorce años.

Hoy, seis años después, Martin degustaba ese sabor. Le gustaba, pero le parecía tan aberrante que se había lavado los dientes seis veces, la última esparció el dentífrico directamente, sin usar el cepillo por toda la lengua. Era imposible, no sabía si era el resentimiento o el sabor, pero no podía parar de salivar, de disfrutar recordando esa deliciosa textura.

Volvió a mirarse en el espejo, tenía los ojos inyectados en sangre. “¿Quién le mandó complacer a aquella niñata?” Bestia. Bestia era el culpable de todo: de sus cazas nocturnas, de su amor insuperable a la Luna, de sus borracheras en el Ayuntamiento… Era Bestia, él era inocente, él quería a Marine. “Marine era ideal ¿Por qué Bestia no la quería?” Ella cocinaba de maravilla, abrazaba como nadie en el mundo abraza, olía tan bien como delicioso era el sabor de la carne humana y sus labios sabían a carne, era como el caramelo de la comida más rica que jamás había probado.

La sirena del primer coche de policía hizo que se volviera a fijar el reflejo que mostraba el espejo. Su cara se volvió blanca, se quedó quieto

- ¡Bestia! ¿Eres tú? – Medio exclamó, medio preguntó

La imagen de ese ser peludo, de mirada trastornada, córnea blanca y ojos amarillos movió los labios a la par que él preguntaba, por lo que no pudo oír la respuesta, aunque como era de recibo, la sabía de antemano. Bestia no se diferenciaba mucho de él, de hecho era como él, pero su mirada era distinta. No era triste, era lasciva, lujuriosa e insultante. Tenía la expresión desfigurada, como los locos y un hilillo de baba espesa se colaba entre sus afilados colmillos para salir por su abultada boca, casi hocico, perdiéndose entre el pelaje de su pecho que salía a la luz entre las piezas de la camisa blanca, rota y con una enorme mancha de sangre que no contrastaba para nada con el entorno. Le daba asco, ese ser encerrado en ese reflejo, le daba asco. Volvió a preguntarle, pero no hubo respuesta, aunque le pareció ver que la cara del ser se movía en sentido afirmativo.
- ¿Qué hiciste? – El licántropo le miro fijamente a los ojos, él ya no estaba blanco y asustado, más bien colérico - ¿Dónde está el vecino? ¿Y aquel niño? ¿Y mi padre? ¿Y Marine? ¡¿Dónde está Marine?! ¿Qué has hecho con ella?¿Qué has hecho con ellos? ¡Yo les quería! ¡Yo les quería! ¡BESTIA! ¡Les quería!... Les quería… les quería…¡Les quería! – Entre lágrimas Martin se sentó y se acurrucó en el suelo sin dejar de mirar el reflejo.
-No, yo no hice nada. – Respondió la imagen con una voz ultratumba y gutural. – Fuiste tú.

-¡Mentira!- Gritó acurrucado en el suelo - ¡Animal! Fuiste tú, siempre eres tú ¡Fuiste tú! ¡Me oyes!
- Mira la mesa, ¿crees que una imagen puede hacer eso? – Martín se levantó abrió la puerta y dirigió la mirada hacia el más atroz de los crímenes jamás cometido, pero antes de ver la imagen cerró los ojos. - ¡Abre los ojos! No me culpes a mí. ¡Mira lo que hiciste! ¿La querías? ¿O solo querías su sabor? ¿No sabes que los caramelos no se muerden? ¿Estaba rica verdad? Una vez que lo pruebas ese sabor se queda, no hay nada mejor, pero su carne, su carne no era como la de un humano cualquiera. No, era más sabrosa, tenía ese amargor dulce, pero su textura gelatinosa, era distinta. Reconócelo, te gustó.
-¡Mientes! ¡Marine! ¡Marine!...
- No grites a lo tonto, ¡Abre los ojos! ¡Mira la mesa! Te la comiste. No te mientas. En el fondo te gusta. Sabes una cosa, la policía vendrá en breves. El vecino ha llamado hace media hora y la luz azul del primer coche ya luce ahí fuera, en la calle. ¿Crees que si te encierran vas a olvidar ese sabor? ¿Crees que cuando te suelten no vas a volver a matar? ¿Crees qué te curarán? ¿Cómo te van a curar tú no estás enfermo, tú eres mejor que ellos? La has matado Martin, reconócelo, huye, reacciona, vas a pasarte veinte años encerrado. Tu sed aumentará, tus ansias te consumirán por dentro. En la cárcel no hay ron, ni Luna, ni un lago para que juegues con tu astro. ¿No lo entiendes? La has matado
- ¡Mientes!
- Te mientes tú, te da vergüenza reconocerlo. Lo tenías planeado desde la primera vez que probaste sus labios. Desde que supiste de donde procedía el sabor de aquella mañana. Te gusta, intentaste no hacerlo. Eres Juez, ¿qué dirían? Por eso te comiste a tu padre en aquella excursión al monte, por eso cuando encontraste a aquel niño desaparecido no se lo devolviste a sus padres. No puedes contralarte. hace apenas un par de horas cuando tu mujer te ha besado, tú la has mordido los labios. Por eso, cuando tus papilas han vuelto a recordar ese sabor, no has parado, has agarrado a Marine por la cintura y la has llevado hacia ti tan bruscamente que ella que estaba sentada en el sofá a tu lado se ha asustado. Luego intentó resistirse, pero tú no lo has notado, la has vuelto a besar, eres una bestia, un animal. La has mordido con ansia, hasta arrancarla el labio, hasta que ella se ha desmallado. Después te has dirigido a la cocina y has cogido un cuchillo. Has vuelto al sofá, has mordido su cuello y has quitado la piel a tu mujer con sumo cuidado, como si trataras de no hacerla daño. No era por no dañarla más, ya estaba muerta, sino porque es la única forma de que la carne sepa tal y como debe de saber. La piel hace al humano más insípido, es como una máscara, algo que encierra el mejor manjar que hay en la tierra. Veo que con el tiempo vas aprendien…
- ¡Basta! ¡Basta! ¡Basta!...¡Mientes! ¡En la mesa no hay nada! – Martin se levantó lleno de rabia y de un puñetazo atravesó el espejo y solo paró cuando su puño se topó con la pared. El espejo se deshizo, a momentos, en enormes placas que cayeron mientras que una grieta surgía de la pared y ascendía hasta pararse al lado de la bombilla que reventó, justo en el centro del techo. La casa se había destruido.

Oyó una segunda sirena, la policía subiría en breves. Se dirigió a la mesa sin mirarla, cogió la mitad de un lomo que quedaba y se fue a la mesa del comedor a terminarlo. No miró el crimen, se daba asco, se sentó de forma que no pudiera verlo. Dos minutos después la policía irrumpió en la casa.

-¡No se mueva!- Dijo un hombre apuntándole a la nuca mientras él se acababa el lomo - ¡Ponga las manos en alto! – Martin se metió el último trozo en la boca y levantó las manos ensangrentadas. El policía bruscamente le tiró al suelo.

- Las manos a la espalda, bestia – Había visto toda la escena, no se imaginaba cómo ese hombre al que estaba esposando mientras, como un niño cuando se le castiga, murmuraba algo así como: “Yo no he sido, ha sido Bestia”, repitiendo la frase infinitas veces, podía haber hecho una cosa semejante. Le asqueaba y estaba por pegarle un tiro en ese momento.

La pareja del policía, había vomitado en la puerta y entre arcadas intentaba acostumbrarse a la escena.

-Vamos a sacarle de aquí antes de que me de por pegarle un tiro- Dijo mientras levantaba a Martin bruscamente y le propinaba un golpe en el estómago. La Bestia, volvió a caer al suelo e inconteniblemente, entre asqueado y rabioso, el policía la emprendió a patadas contra el caníbal, hasta que le hizo vomitar todo la carne que había injerido.

- ¿Qué haces? ¡Para! ¡Le vas a matar! – Dijo su pareja.

- ¿No ves lo que yo? ¿Acaso este individuo no merece la muerte?

-Vamos Raúl, dejalo – la pareja empujó a su compañero y levantó a Martin. Se percató de su sonrisa ensangrentada y al igual que Raúl no pudo reprimirse, le dio un puñetazo en la cara que le desencajó la mandíbula - ¡BESTIA!

Raúl antes de que Martin cayera de nuevo al suelo agarró del pelo y de las manos al caníbal y lo dirigió a la puerta. La fuerza y la brutalidad con la que los policías le estaban tratando hizo que olvidando su ley de no obedecer a su subconsciente, Martin lanzara una última mirada a la mesa negra. Su rostro se volvió tan blanco como la nieve, sus ojos se salieron de sus órbitas y gritó lo más fuerte que pudo, emitiendo un grito que solo podía proceder de las entrañas más profundas de la noche.