LA WALKIRIA

La noche se puso su traje más oscuro, las estrellas se apagaron y sólo se iluminaba el cielo cuando ocasionalmente un rayo resplandecía entre las verdosas y en su contorno, rojizas nubes. Las farolas habían imitado a los astros, las calles estaban desiertas, oscuras, sometidas a la bestial tormenta cuyas gotas erosionaban los mal alineados adoquines que conformaban el suelo. No era el mejor momento para pasear, sobre mi paraguas golpeaban las gotas en seco produciendo ese sonido tan característico y relajante, a la vez que dejando caer el agua de en forma de cortina por los bordes del paraguas impidiéndome, de ese modo, ver lo que pasaba a mi alrededor. No obstante, me lo podía suponer, nada, nunca pasaba algo y si pasaba, sería malo, no había dudas, de hecho lo único que pudo ser bueno no lo pude soportar. Por eso estaba ahí desnudo, con el paraguas como único abrigo, calado desde los pies hasta el pecho.

No sé lo que hacía allí, en medio de la nada, el saber, a la vez, que yo no era más que nada me parecía una redundancia insoportable y una de innumerables bromas pesadas que a lo largo de mi corta historia me había gastado la vida. Todas ellas debían desaparecer sin dejar rastro, tenía que borrar de una vez todas esas viejas cicatrices que aún me seguían escociendo. Sabía que tenía que hacerlo, los golpes que daba el corazón en mi pecho no podían significar otra cosa. La vida no me quería, lo sabía desde que tuve edad suficiente para ser consciente, desde que deje por imposible el sueño de la juventud eterna. Sin embargo yo amaba la vida, ¡maldito amor!, ¿Cómo puede funcionar tan mal, enamorando a los que no quieren amarse? Estoy seguro que el amor es otra de esas pesadas bromas que gasta la vida sin sentido y sin corazón, porque está claro que aunque el corazón da vida, la vida no tiene corazón. Aún oigo la voz del viejo sabio afirmando seguro: “No hay nada mejor que amar”, “el amor es el principal medio para la felicidad”, ¡Ja! Me rio yo de esas premisas de viejo sabio, para ser feliz, lo primero es no sentir, lo segundo no vivir.

Volviendo al tema, estaba en la calle, mi pálida piel contrastaba con lo oscuro de la tormenta, sentía un ligero y a la vez molesto picor en los antebrazos que sólo eran líquido, a la vez un frío interno secaba mi alma y los escalofríos que sufría mi cuerpo ante este fenómeno me hacían olvidar la incomodidad que me producía pisar descalzo la profundas grietas del suelo empedrado. Me atormentaban varias visiones a la vez, supongo que por eso estaba así y allí, era la única forma que lo explicaba o hacía veraz ese momento ya que como si se tratara de un sueño no recordaba cómo había llegado a ese sitio. Veía la cara de una joven morena de pelo liso y tez clara sonriendo, intuía que se llamaba Nahama, estaba seguro, a la vez, el sólo ver su mirada me recordaba un cálido sentimiento que pensé que ya había olvidado. De repente, todo cambiaba y una sombra aparecía en su rostro y su gesto cambiaba, mis sentimientos seguían siendo los mismos, pero una extraña e inexplicable energía me descentraba y cambiaba la visión transformando ese gesto en una fuente de dolor. Un teléfono sonando y la voz tras él de una mujer, bastante familiar, ronca de llorar era la siguiente visión. Una carta del banco y la voz seria de un hombre al que me sentía subordinado las otras visiones, todas en su conjunto se sucedían y mezclaban en mi mente produciéndome una especie de dolor en el pecho que algunos llaman angustia.

Las contradicciones seguían y veía pasar escenas de mi vida sin ningún orden a tanta velocidad que lo único que me producían era ese dolor, esa angustia. A la vez cada recuerdo se antojaba tan lejano y surrealista que hacía que pensara que mi vida no fuera vida sino pesadilla. Intentaba rememorar mis mejores momentos pero los había olvidado en los más profundos y polvorosos recovecos de mi mente. Demasiadas lágrimas retenidas y muy pocas sonrisas en la reserva.

Pero no pude, lo juro, la cuchilla era la idónea, el tiempo, el idóneo, la nota, no podía estar mejor escrita. La verdad, es que jamás pensé que me pasara eso, odiaba tanto como amaba la vida, estaba decidido, no dejaba nada atrás, nadie me echaría de menos, a pesar de que en el último momento me arrepentí, a pesar de que ya lo había hecho, me arrepentí. No fue un acto racional, ni siquiera irascible, simplemente fue, y ahora estaba en la calle en medio de esa tormenta, caminando, exaltado y vivo. Mi corazón no podía más, yo más que andar, corría sin rumbo, un número indefinido de rápidos pinchazos que se traducía en un continuo dolor asediaba mi pecho, jadeaba, no conseguía meter aire en mis pulmones, pero no paré de moverme hasta que todo se volvió totalmente oscuro y no pude ver nada, ni siquiera lo que abarcaba mi paraguas.

¿Cómo vivir estando muerto?, ¿Es la muerte un sueño eterno o es la vida lo que es un sueño? ¿Dónde se encuentra el fino hilo que separa lo real y lo eterno?... Un millón de preguntas como estas asediaban mi mente en la oscuridad de mi inconsciencia. La muerte y la vida son dos conceptos tan diáfanos, complementarios y contrapuestos que parecen ser hermanos del sol y la luna, en mi estado entre vivos y muertos esta era una sentencia que daba la solución a todas las preguntas que me acosaban y que al irse resolviendo lentamente iban dándome un grado mayor de consciencia, así pude oír vagamente como entre las gotas de agua avanzaba tranquilamente un taconeo que por un momento llegó a sonar como si se tratara de un caballo, mientras mi vista iba recuperando luminosidad y empezaba a distinguir las grietas entre los adoquines que conformaban el surrealista suelo.

De repente un fuerte golpe en mi hombro me devolvió totalmente a mi ser, un grito y el estruendo de algo al caer violentamente y en seco me aclaró del todo la vista. Seguía lloviendo de tal forma que las transparentes gotas con su movimiento se volvían opacas e impedían la vista a más de dos metros de mí. Mi posición había cambiado, mis dolores acabados y mi mente no conseguía recordar nada desde el desayuno de esta mañana en el que me habían comunicado mi despido. El paraguas, por otra parte había desaparecido y frente a mí sólo se podía distinguir a duras penas un enorme bulto oscuro, cuya inmovilidad me llevó a acercarme a él. Pude ver que se trataba de una mujer con el pelo largo, rizado y oscuro, que estaba tumbada bocabajo e inconsciente con un golpe en la frente acompañado de una cicatriz que no paraba de sangrar. Debería haber llamado a una ambulancia, pero no, ya sé que es de inconscientes pero acaso no somos nosotros también unos inconscientes. A demás los hechos son los hechos, podía haber sido mejor quizás llamar a una ambulancia, pero podía haber sido peor, yo estoy contando lo que pasó, no lo que pudo pasar. El hecho es que la cogí en brazos, me sorprendió el escaso peso que tenía, y caminé sin sentido buscando mi casa.

Cuándo mis brazos empezaban a entumecerse de soportar aquel bulto, entre el millón de luces distorsionadas que me rodeaban distinguí el cartel luminoso del chino que había debajo de mi hogar. Entré en el edificio, Esteban, el portero, estaba hablando con una pareja de policías, y no me vio cuando le saludé. Subí por las escaleras y entré en mi casa, supuso un alivio para mis brazos el dejar a mi acompañante aún inconsciente y sangrando en el sofá. Pero no había tiempo para el descanso y corrí al baño hacia el botiquín. Entre en el baño y el sonido de mis pies pisando agua hizo que me diera cuenta del horrendo panorama que aún hoy, en este lugar indeterminado dentro de un doloroso vacio, me da arcadas, escalofríos y me provoca pesadillas. El agua ocupaba todo el baño, estaba cálida y teñida de un tinte rojizo que concedía un aire aún más tétrico a la habitación. Pero la verdadera sorpresa fue cuando note cierto picor en el pié y descubrí que me había cortado con una navaja tirada en el suelo, al lado de la bañera, donde colgaba una mano pálida, sin vida, relajada, cediendo a los designios de la fuerza de gravedad sin oponer resistencia. Cerré el grifo, y sin querer dirigí la vista al interior de la bañera donde la sangre que emanaba del otro brazo de la víctima había concedido al agua un color rojo más oscuro que impedía ver el fondo de la mortal bañera. Por último, la curiosidad me engaño, no quería pero miré, lo juro, jamás lo quise, pero miré e inevitablemente una brutal arcada me sobrevino, no podía ser, me miré en el espejo, miré el gesto relajado de aquel hombre, que a pesar de no sonreír tenía un brillo especial en sus petrificados ojos que solo podía significar felicidad y que contrastaba con la imagen.

Cerré los ojos, no podía ser, me había arrepentido, no podía ser, las lágrimas corrían por mis mejillas y tras ellas vi la cara de aquella mujer que había metido en mi casa y que ya estaba consciente.

- No puede ser, me arrepentí, tardé, pero me arrepentí- La dije, entre cortando mis palabras entre los jadeos y mezclándolas con mis lágrimas

- Sí, sí que fue, jamás te arrepentiste, sólo que tardé en encontrarte- Dijo aquella esquelética sombra con voz sobrehumana pero con carácter comprensivo mientras asentía moviendo de arriba abajo su brillante y blanca calavera.

JCC

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