EL DÍA QUE SAMUEL PROUDHON SE SUICIDÓ

El día que firmó ese contrato, a Samuel Proudhon se le vino el mundo encima. Había jurado no atarse a nada en su vida y ahora ese juramento se deshacía. Todavía recuerda cómo todo, en su mente, se fragmentaba en minúsculos cristales que reflejaban su pasado. Desde el primer momento supo que todo aquello no volvería a existir, ni siquiera en sus recuerdos, olvidaría todo, su pasado empezaría en ese contrato y en ese apretón de manos que le dio su, desde entonces, jefe. No obstante, no quiso desprenderse de todo y en la vacía y etérea habitación de su mundo interno se agachó en el suelo y recogió uno de esos minúsculos trozos de cristal, lo miró con esa mirada agridulce que solo aquellos que han pasado por esa situación saben describir y lo apretó fuertemente entre sus manos hasta que se introdujo en su piel. Luego, cerró los ojos y supo que daría la vida por ese reflejo, por esa mujer. Al pensar en ella, una nueva alegría, ajena a toda inquietud desató el nudo amargo que tenía en la boca del estómago. Sería feliz.
Cuando Samuel recordó esto veinte años después, estaba llorando en el suelo, a su lado había una vieja silla, debajo de un lazo, hecho con sábanas trenzadas, que colgaba inmóvil del techo. En su cuello notaba un ligero escozor, había intentado ahorcarse dos veces, pero cada vez que el tejido de la sábana rozaba su cuello, la piel se le irritaba y se arrepentía. Miraba con frecuencia la ventana, como si el aire que entraba le llamara utilizando una voz propia de las sirenas. Sabía que tenía que morir, era por su bien. Todo era muy confuso y esa alegría de ayer había evolucionado a una falsa melancolía que roía desde dentro todo su cuerpo. Tenía una sensación amarga e indescriptible, que le hacía ver un mundo sin sentido dominado por unos valores que no comprendía. Era extrañamente feliz, pero eso no era significativo, porque todos eran felices, todos tenían un trabajo en el que les explotaban y una casa donde el amor se demostraba en las discusiones. Esa inmovilidad y esa igualdad le provocaban una angustia existencial, que pedía a Dios, todos los días, que sanara.
Si el día que firmó su contrato, ese que vino años después con un reloj de regalo a modo de esposas, su pasado no se hubiera roto en diminutos trozos de cristal con reflejos. Hubiera recordado que ese vacío respondería a la ruptura del antiguo juramento que hizo consigo mismo y que había roto a petición del único reflejo que conservó de su pasado escondido entre la piel de sus manos, su mujer, esa humana que se podría en vida junto a él entre falsos narcóticos y sonrisas. De todas formas, aunque una ráfaga de viento hubiera entrado en el oscuro departamento en el que guardaba su pasado y hubiese levantado el polvo que cubría sus fragmentados recuerdos, ya nunca sabría descifrar esas imágenes, porque esas imágenes perdieron su sentido en el momento en el que se fragmentaron al firmar el fatídico contrato.
En esos tiempos que la mente de Proudhon no alcanzaba a recordar, pensaba que no existía ni Dios, ni el amor, en cierto modo, rechazaba la existencia de cualquier ente ajeno a las personas y de cualquier idea que no fuera la libertad. Vivía sin establecer ningún lazo con la sociedad, pensaba que así no podría ser absorbido por ella, engañado por su vacía felicidad, que ahora, a sus 52 años, necesitaba inyectarse todos los días como una droga. Si no hubiese firmado ese contrato, se acordaría de todos aquellos ideales y si se hubiese visto en su situación actual, dependiente de tantas cosas y absorbido por aquella sociedad que un día tachó de hipócrita, controladora y monstruosa, se sentiría avergonzado. De hecho, aunque no recordaba más allá de aquel fatídico apretón de manos, la contradicción entre sus antiguos principios y su comportamiento, era lo que provocaba su aversión a esa felicidad tan carente de sentido que durante 20 años había adormecido su cabeza atormentándola con una cancioncilla tan horrorosa como pegadiza que decía: “¡Soy feliz, nada me falta! ¡Tengo mujer y casa! ¡Soy feliz, nada me falta! ¡Trabajo y mi vida mejora! ¡Soy feliz, nada me falta! ¡No tengas preocupaciones, solo felicidad! ¡Felicidad! ¡Felicidad! ¡Felicidad!...”
Samuel, parecía haber perdido su brillante capacidad de razonamiento y relación de hechos, al igual que parecía haber olvidado su feliz pasado en la caravana en la que viajaba quemando miseria, lo único que tenía en esos tiempos. Estaba sentado en el frío suelo de su habitación, el lugar donde guardaba los papeles que elaboraba mecánicamente todos los días en su banco, en realidad, era una sucursal, pero a él le gustaba llamarla así, aunque ni siquiera, fuese suya. Hacía dos horas, buscando en un armario un justificante de sus primeros negocios, había encontrado una chapa con una inscripción: “Sé razonable: Pide lo imposible”. Ahora tenía la chapa entre sus manos y la apretaba como si intentara que atravesara su piel, como si se tratase del viejo reflejo de su mujer. En sus mejillas relucía ese brillo tan característico que deja las lágrimas más amargas al secarse, a su lado había una silla debajo de una sábana tranzada que colgaba inmóvil del techo y a través de la ventana, que estaba abierta una cálida brisa le llamaba con la atracción que tiene un canto de sirena.
Se levantó, ahora sí, estaba seguro, colocó la chapa en el bolsillo superior de su americana, justo al lado del corazón y se dejó llevar por ese canto de sirena, la sábana le irritaba la piel, seguro que el aire no lo haría. Con la parsimonia con la que avanza un príncipe hacia su trono, momentos antes de ser coronado como rey, Samuel Proudhon avanzó lento hacia la ventana, se encaramó a ella, cerró los ojos, flexiono las rodillas y se dispuso a volar o caer diez pisos antes de estamparse contra el suelo. Todo estaba en disposición, una nube ocultó el sol, las estrellas al otro lado del planeta se alinearon e incluso en las tinieblas del bosque más cercano un cuervo graznó, cuando, sin embargo, al otro lado de la puerta de la habitación se oyó una voz:
-             - Cari, ¿estás ocupado? ¿te traigo un café?
Acto seguido, Samuel se bajó de la ventana, deshizo el nudo que colgaba del techo, apartó bruscamente la vieja silla, con un pañuelo intentó limpiarse la cara y finalmente, se metió la mano en el bolso superior de la americana y tiró la dichosa chapa, recuerdo de un pasado que nunca sucedió, por la ventana. No sabía que fuera tan difícil, que no podía hacerlo, la sociedad le había absorbido y existían demasiados lazos que lo impedían. Se sentó en su escritorio y fingió leer el periódico, cuando entrara su mujer la recibiría con la mejor de sus sonrisas, aquella que sólo alguien que murió hace veinte años puede esbozar.
JCC

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